sábado, 30 de septiembre de 2017

Hostel

Los hostel dicen, la mayoría, ser no un hotel sino una familia. Estos días en Chile conocimos bastantes personajes que van circulando desde hace meses (años) de ciudad en ciudad. Al principio la vida del hostel era divertida: fiesta, música hasta tarde, ninguna explicación a nadie, el desayuno hecho y un alquiler baratísimo. Algunos hostel de verdad parecían una casa familiar, por su disposición o su decoración. Pero después de unos pocos días, me di cuenta de que todas las personas que ahí estaban tenían cosas en común y yo no podría ni aún obligada vivir así. Muchos eran voluntarios en el hostel; trabajaban a cambio de un lugar donde dormir. Uno había vendido el departamento que le había regalado su familia para viajar por el mundo durante dos años ininterrumpidos y sin trabajar. Por momentos sentía una suerte de admiración (si no era eso se le parecía bastante) por tratarse de decisiones que alguna vez había querido llevar adelante (o eso pensaba yo) y las había abandonado. Otros eran franceses que hacían su "viaje por Latinoamérica" después de graduarse de la universidad. Adolescentes que intentaban encontrarse a sí mismos después de la escuela secundaria o de jugar durante horas a la play station encerrados. Algunos hacía cuatro años que viajaban sin rumbo, trabajando en hostels, comiendo fideos o arroz, usando ropa de feria americana. Tuve muchas ganas de volver a mi casa, de tener mis cosas. Admito mis limitaciones: sin rumbo para mí es solamente una novela aburrida que leí para la facultad.

viernes, 29 de septiembre de 2017

El cuerpo no tiene lugar para todo

La semana pasada me fui a Chile y decidí que quería hacer muchas cosas, vivir en otros países, dejar de dar clases y ya no me acuerdo cuántas otras cosas más pensé. 
El puerto de Valparaíso es algo nostalgioso, me recuerda al pasado, a Mar del Plata, a historias que ya viví. De repente, caminando por los cerros, entre gaviotas, mirando el agua, vi mi vida como en una retrospectiva y llegué a la conclusión de que este año cumplí (casi) todas mis metas. Me superé personalmente.  Dejé de ser inútil y cómoda para mudarme de ciudad, trabajar como nunca y ahorrar. Perdí el miedo a las grandes ciudades. Me manejo casi sin ayuda en subtes, colectivos y calles porteñas. Sobreviví al maltrato de muchas personas (profesores, directivos, burócratas, familiares). Cocino cinco noches de siete. Abandoné el vicio de comprar ropa en exceso y que después no uso. Estoy a punto de terminar mi tesis y unos varios cuentos breves (aunque sin demasiada felicidad). Me sentí fuerte, afortunada. Completa. Con ganas de volver a seguir con mi super-nueva-vida-organizada. 
Pero ya en el avión empecé a experimentar unas nauseas extrañas. No tenía ganas de vomitar, no eran las típicas arcadas en la garganta o el mareo. Era un vómito de angustia. Entonces tuve vértigo y cerré la ventanilla de un golpe. A mi alrededor los pasajeros dormían, discutían entre sí, leían un diario o la folletería de los asientos. Para qué miramos tantas películas de accidentes de avión y muertos y antropofagia. Después uno se pregunta por qué tanto miedo, si por la falta de costumbre o por esas malas películas o novelas. Lo segundo, como la vida misma, que al final ya sabemos todos cómo va a terminar. Y mi fortaleza empezó a derrumbarse, más bien a desintegrarse en la altura, entre las nubes, la perdí. Qué lástima que no haya lugar para ambas en mi cuerpo.