domingo, 29 de octubre de 2017

Mesa de trabajo

Hace algunos años cuando pensaba en hacer una tesis o emprender una investigación sobre algún tema que fuese de mi interés, la idea de dedicarse exclusivamente a un escritor solo se me aparecía como aburrida, insulsa. Ya no me acuerdo cómo llegue a la obra de Roberto Santoro pero fue mientras daba mis primeros pasos en la carrera de Letras, no hace mucho. Desde entonces no pude dejar de preguntar a quienes me rodeaban, compañeros y docentes, si lo conocían o lo habían leído, y no porque pensara que se trataba de un descubrimiento propio sino por la curiosidad que todavía siento cuando leo por primera vez a alguien, sea quien sea. A la mayoría su nombre les resultaba familiar pero muy pocos, poquísimos, habían tenido acceso a sus textos. Entonces empecé a preguntarme por qué Santoro no estaba incluido en los programas de Literatura Argentina o por qué no lo había leído antes, en la secundaria; qué fuerzas extrañas hacían que leyéramos determinadas obras e ignorásemos otras. Esas preguntas fueron cambiando a lo largo de los años, abandonando la ingenuidad con que fueron hechas en un principio y adoptando, en el mejor de los casos, cierto rigor crítico. Más tarde, pude preguntarle a docentes de otras universidades, a críticos e investigadores si conocían estudios sobre su obra. Todas las personas con las que hablaba me decían lo mismo: "Santoro tiene que estar". Pienso que sí. Pero no para convertirlo en un monumento o en un panfleto, tampoco para canonizarlo. No bajo la forma de la nostalgia y menos, la de la lástima. No porque a alguien (a mí en este caso, que no soy nadie, por suerte) se le ocurra, porque sí, que tiene que estar. Santoro tiene que estar porque incomoda, porque su obra no se negocia, es audaz; porque se escapa y vuela solo como el barrilete. Y entonces intenté emprender esa tarea, a veces con más éxito y otras, sin. Leí toda su obra (prolífica, heterogénea, contemporánea) y me reí y escribí sus versos en rincones de mi casa, los recité en la escuela, en donde se presentaba la oportunidad. Me metí en librerías viejas buscando sus libros, en muestras de fotos, museos, pasé por su Escuela (donde trabajaba y donde se lo llevaron) y hablé con un montón de personas que están en este camino de socializar su obra. Sé que es solamente el inicio, que recién empieza y que no sé a dónde me va a llevar. Tampoco sé si estas decisiones son importantes o son meros accidentes profesionales que con el tiempo se convierten en historias de juventud. Paralelamente a la escritura de la tesis estoy escribiendo esto: algunas notas sobre el lado b de la tesis, la búsqueda real y genuina (casi detectivesca) de la poética de un escritor que está como saliendo a flote. A veces también me pregunto para qué hago esto. Por qué tiene que estar y en todo caso, dónde. Si la academia no será una especie de trituradora de obras al mejor estilo The Wall. Entonces pienso en dejarlo en paz, así como está, en la estantería de la biblioteca o en la mesa de luz. Y no, che, no se puede.




lunes, 9 de octubre de 2017

Reconocimiento

Me despierto no sé a qué hora, en la que parece ser mi cama y no entiendo en dónde estoy. Creo que voy a ahogarme con mi propia saliva pero eso no pasa (nunca pasa). Me incorporo en la cama y miro al ventanal gigante que está pegado a mí, un poco más arriba, sin cortinas. Como esperando una respuesta. Hace poco estuve en Valparaíso y llegué a la conclusión de que las personas que viven cerca del puerto tienen mayor tendencia a la nostalgia y a la tristeza. Porque todas esas historias de exilio, idas y venidas, despedidas y extrañarse están siempre ahí, en el aire, en las cosas. Entonces uno mira al mar como mirando al otro lado, hablando con los que no están, pensando en su hogar, en lo que quedó lejos. No me pongo nada en los pies y salgo al balcón aunque hace frío. Sigo mirando como si el mar estuviera enfrente pero son todos edificios y luces.  No quiero volver a la casa que tenía, no quiero construir una nueva. Abajo se pelean los borrachos, se revolean botellas y pegan gritos. Suenan alarmas de autos. Los barrenderos revisan la basura y limpian las veredas y las calles. Yo los miro desde mi semipiso cinco estrellas, mi palacio gris concreto, creyendo que estoy cerca de conseguir todo lo que siempre quise. También fumo y aprovecho a regar las plantas. Para qué otra cosa son los balcones sino es para fumar y acumular plantas de todo tipo. Los veo pasar y creo que tienen frío, refrescó de golpe, injustamente porque la noche prometía. Se ríen, parecen felices. ¿Serán? Busco mi libreta para anotar esto, con forma de pensamiento trasnochado, desvelo... preguntarme una vez más si soy feliz acá.

lunes, 2 de octubre de 2017

Antes de que termine el año:
Lecturas pendientes. César Pavese y Onetti (Piglia). Jorge Amado (viaje a su tierra, en breve). Selección de Marx (seminario). Narrativa actual (lo que sea, acepto sugerencias); nunca hay que perder actualidad en la literatura.
Una ponencia y un artículo todavía inconclusos.
Completar la huerta con más plantas.
Redacción del proyecto de doctorado, como un mensaje en el desierto o una botella en el mar. No se sabe para qué o para quién pero se mandan. Lo mismo con terminar la tesis.
Corregir algunos cuentos que sin pena ni gloria descansan en mi computadora esperando un final o un cierre (aunque sea en la papelera de reciclaje).
Sacar pasajes para febrero. Encauzar el trabajo hacia objetivos concretos fue bastante productivo este último tiempo. La peor etapa del año es esta, la última. Como tener ganas de hacer pis y estar cerca del inodoro. Algo así. La motivación de un viaje es el mejor energizante para hacer todo lo que tengo que hacer. Mi meta final y más importante: no tener deudas de ningún tipo.