Hace algunos años cuando pensaba en hacer una
tesis o emprender una investigación sobre algún tema que fuese de mi interés,
la idea de dedicarse exclusivamente a un escritor solo se me aparecía como
aburrida, insulsa. Ya no me acuerdo cómo llegue a la obra de
Roberto Santoro pero fue mientras daba mis primeros pasos en la carrera de
Letras, no hace mucho. Desde entonces no pude dejar de preguntar a quienes me
rodeaban, compañeros y docentes, si lo conocían o lo habían leído, y no porque
pensara que se trataba de un descubrimiento propio sino por la curiosidad que
todavía siento cuando leo por primera vez a alguien, sea quien sea. A la
mayoría su nombre les resultaba familiar pero muy pocos, poquísimos, habían
tenido acceso a sus textos. Entonces empecé a preguntarme por qué Santoro no
estaba incluido en los programas de Literatura Argentina o por qué no lo había
leído antes, en la secundaria; qué fuerzas extrañas hacían que leyéramos
determinadas obras e ignorásemos otras. Esas preguntas fueron cambiando a lo
largo de los años, abandonando la ingenuidad con que fueron hechas en un
principio y adoptando, en el mejor de los casos, cierto rigor crítico. Más
tarde, pude preguntarle a docentes de otras universidades, a críticos e
investigadores si conocían estudios sobre su obra. Todas las personas con
las que hablaba me decían lo mismo: "Santoro tiene que estar". Pienso
que sí. Pero no para convertirlo en un monumento o en un panfleto, tampoco
para canonizarlo. No bajo la forma de la nostalgia y menos, la de la lástima.
No porque a alguien (a mí en este caso, que no soy nadie, por suerte) se le
ocurra, porque sí, que tiene que estar. Santoro tiene que estar porque
incomoda, porque su obra no se negocia, es audaz; porque se escapa y vuela solo
como el barrilete. Y entonces intenté emprender esa tarea, a veces con más
éxito y otras, sin. Leí toda su obra (prolífica, heterogénea, contemporánea) y
me reí y escribí sus versos en rincones de mi casa, los recité en la escuela,
en donde se presentaba la oportunidad. Me metí en librerías viejas buscando sus
libros, en muestras de fotos, museos, pasé por su Escuela (donde trabajaba y
donde se lo llevaron) y hablé con un montón de personas que están en este
camino de socializar su obra. Sé que es solamente el inicio, que
recién empieza y que no sé a dónde me va a llevar. Tampoco sé si estas
decisiones son importantes o son meros accidentes profesionales que con el
tiempo se convierten en historias de juventud. Paralelamente a la escritura de
la tesis estoy escribiendo esto: algunas notas sobre el lado b de la tesis, la
búsqueda real y genuina (casi detectivesca) de la poética de un escritor que está
como saliendo a flote. A veces también me pregunto para qué hago esto. Por qué
tiene que estar y en todo caso, dónde. Si la academia no será una especie de
trituradora de obras al mejor estilo The Wall. Entonces pienso en dejarlo en
paz, así como está, en la estantería de la biblioteca o en la mesa de luz. Y
no, che, no se puede.
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