viernes, 29 de septiembre de 2017

El cuerpo no tiene lugar para todo

La semana pasada me fui a Chile y decidí que quería hacer muchas cosas, vivir en otros países, dejar de dar clases y ya no me acuerdo cuántas otras cosas más pensé. 
El puerto de Valparaíso es algo nostalgioso, me recuerda al pasado, a Mar del Plata, a historias que ya viví. De repente, caminando por los cerros, entre gaviotas, mirando el agua, vi mi vida como en una retrospectiva y llegué a la conclusión de que este año cumplí (casi) todas mis metas. Me superé personalmente.  Dejé de ser inútil y cómoda para mudarme de ciudad, trabajar como nunca y ahorrar. Perdí el miedo a las grandes ciudades. Me manejo casi sin ayuda en subtes, colectivos y calles porteñas. Sobreviví al maltrato de muchas personas (profesores, directivos, burócratas, familiares). Cocino cinco noches de siete. Abandoné el vicio de comprar ropa en exceso y que después no uso. Estoy a punto de terminar mi tesis y unos varios cuentos breves (aunque sin demasiada felicidad). Me sentí fuerte, afortunada. Completa. Con ganas de volver a seguir con mi super-nueva-vida-organizada. 
Pero ya en el avión empecé a experimentar unas nauseas extrañas. No tenía ganas de vomitar, no eran las típicas arcadas en la garganta o el mareo. Era un vómito de angustia. Entonces tuve vértigo y cerré la ventanilla de un golpe. A mi alrededor los pasajeros dormían, discutían entre sí, leían un diario o la folletería de los asientos. Para qué miramos tantas películas de accidentes de avión y muertos y antropofagia. Después uno se pregunta por qué tanto miedo, si por la falta de costumbre o por esas malas películas o novelas. Lo segundo, como la vida misma, que al final ya sabemos todos cómo va a terminar. Y mi fortaleza empezó a derrumbarse, más bien a desintegrarse en la altura, entre las nubes, la perdí. Qué lástima que no haya lugar para ambas en mi cuerpo.

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